miércoles, 15 de febrero de 2012
La oruga
La guerra es un hecho exaltador. Las pasiones se elevan al máximo en el momento en el que una nación, ese maleable concepto contenedor del yo colectivo, acude a las armas, ya sea porque es puesta en riesgo, o bien porque se lanza a la conquista. Hemos visto registros documentales que muestran a los más variados pueblos del mundo marchando por las calles entonando consignas y enarbolando banderas, y la pregunta que siempre me surge en esos instantes es: ¿qué gen se dispara en ese momento preciso y pone en acción esa masiva voluntad que parece incontenible? ¿Qué resortes se mueven, cuáles son las pulsiones que se estimulan para que las personas pasen de un estado de quietud a la movilización total? ¿Cómo es ese instante mínimo antes de que ese estallido suceda?
Preguntas que uno se hace, tal vez para tratar de entender cuál es el papel de la razón en medio de tanta pasión desaforada. Esa pasión que quizás una veces fue el motor de las más grandes transformaciones de la historia, y otras, una loca carrera hacia el precipicio. No parece haber lugar en esos momentos para la fría razón; cualquiera que plantease ir en sentido contrario en medio de esa marea quedaría soslayado por el bramar de las mayorías. Hasta pondría en peligro su integridad, en un momento en el que todas las trabas éticas parecen levantarse desinhibidamente.
En 1940 Japón estaba en pleno avance de la llamada Ofensiva de Invierno, en lo que se conoce como la segunda guerra Chino-Japonesa, en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Los muertos de ambos bandos se cuentan de a cientos de miles, y los japoneses comienzan a estancarse en su ambición de seguir progresando en el terreno, debido a la heroica resistencia del pueblo chino, que no cesa de reemplazar las bajas en el frente. Este es el marco en que transcurre el filme La oruga, de Kôji Wakamatsu.
Kyuzo es un teniente que vuelve a su casa, tras haber sido herido en la batalla. Allí es recibido por su gente, sus amigos del lugar y su familia. Allí también está Shigeko, su esposa, que cumple con los estrictos códigos de tradición familiar oriental, esto es, una abnegada ama de casa que ante la ausencia de su marido supo encarar en solitario su propio sostén en las tareas del campo. El matrimonio no tiene hijos.
Kyuzo vuelve en un estado lamentable, mutilado su cuerpo por haber perdido todos sus miembros, su rostro parcialmente quemado, y con problemas de audición. Shigeko sufre una crisis de nervios cuando ve en ese torso que gesticula angustiosamente lo que alguna vez fue su compañero.
Los diarios muestran en primera página la foto de Kyuzo, el regreso triunfal del “dios viviente de la guerra”, un soldado cuya audacia salvó la vida de muchos de sus hombres, y le valió varias medallas del emperador. Es vestido con traje militar, y mostrando sus medallas, es paseado ante los vítores del pueblo. Su esposa observa perpleja la admiración que sienten por él sus paisanos, y el respeto que le tienen a ella las demás mujeres, por tener de esposo a un hombre que ha dado todo por la patria. Puertas adentro, Shigeko no la tiene nada fácil, pues debe lidiar con un discapacitado de por vida, que apenas se comunica, y no demora en expresar sus más primarias necesidades. Esta relación que se establece entre ambos esposos es el centro del drama que los tendrá como personajes excluyentes.
Con el transcurrir del rodaje se conocerán detalles de lo que a la vista del resto de la comunidad es una pareja contenida por el amor y la satisfacción del deber cumplido. El día a día aporta otros condimentos particulares para este tipo de relaciones, que no resultan fácilmente apreciables desde afuera. La asimetría que se establece entre ambos tensará los límites de la humanidad contenida en Shigeko, y no tardarán en sucederse situaciones de alto vuelo dramático que generarán incomodidad en el espectador. Es que muchas veces los héroes necesitan para erigirse como tales dejar de lado aspectos que no aportan brillo a su bronce, sino todo lo contrario, confrontan con sus propios principios. Y eso puede ser muy difícil de sostener desde el núcleo más cercano.
El papel de Shigeko es llevado a cabo por la gran actriz japonesa Shinobu Terajima, de extensa carrera y dueña de una ductilidad mayúscula a la hora de llevar a cabo sus papeles. Kyuzo es interpretado por Shima Ohnishi, y no se queda atrás en una interpretación que carece de palabras. El director Kôji Wakamatsu es un veterano del cine japonés, precursor del género pinku-eiga, ese porno soft rosa muy propio de su país, y que nunca deja de impactar al espectador por algún costado. En particular, esta realización vale más la pena por el trabajo de los actores que por el propio guión, que no se extiende más allá en lo dramático, pero brinda un aleccionador mensaje en contra de la guerra, y fundamentalmente, a la locura que genera en los pueblos a los que son llevados.
Imdb: http://www.imdb.com/title/tt1508290/
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