sábado, 24 de julio de 2010

La ciudad de los frascos



Es La ciudad de los frascos es la tercera película islandesa que disfruto. Las otras dos fueron 101 Reykjavík y La boda de la noche blanca. La ciudad de los frascos, por otra parte, es también una película del mismo director de 101 Reykjavík, Baltasar Kormákur. Todas ellas son muy recomendables, más allá de la curiosidad que puede significar una producción proveniente de un país del que, por estas latitudes, apenas sabemos algo más allá de ser la tierra de la exótica cantante Björk.

El rasgo en común en todas ellas, podría decir, es la inevitable interacción con el medio natural que suscita la historia. La ciudad capital Reykjavík contiene a 120 mil de los 330 mil habitantes de la isla, y como tal, a gran parte de las historias que el cine islandés ha llevado adelante. En todo momento se ve el predominante terreno volcánico, bastante viento y un invierno bien duro. Enmarcada dentro de la Escandinavia, posee una riquísimo caudal histórico que incluye vikingos, celtas, erupciones volcánicas que devastaron el país, dominaciones de uno y otro pirata nórdico que merodeaba la zona y demás. Recién a partir de la segunda guerra mundial, en 1944, Islandia se proclamó como república.

El film es un policial, bien al estilo nórdico, con mucha intriga y bastante empeño en complicarle la vida al espectador sagaz que juega a descubrir al asesino antes de tiempo. Poca música, muchas escenas al (fresco) aire libre, y un ritmo que se logra sostener en la hora y media de duración. El nombre de la película hace referencia a una empresa local dedicada a la investigación del genoma humano, en la cual existe un área en la que pueden verse almacenados en frascos de formol restos humanos y rarezas naturales varias. Este sitio tendrá un papel importante en la resolución de la historia.

Si nunca han tenido oportunidad de ver cine de Islandia, es un buen momento para degustar lo novedoso. Este filme en particular, no se esmera en mostrar protagonistas esbeltos y rubios de ojos claros, sino personas más cercanas a lo que parece ser la media local, y eso ya es al menos un rasgo de honestidad que merece valorarse. De las mencionadas al principio, la que más me ha gustado es La boda de la noche blanca, que cuenta la historia de un profesor universitario que se casa en segundas nupcias con una ex alumna, y en la noche previa a la ceremonia, debe lidiar con los descarnados recuerdos de su ex esposa y manejar sus descontrolados amigos que vinieron para asistir a la boda.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt0805576

viernes, 16 de julio de 2010

La pecera



A Mia le gusta bailar rap. Se escapa de su casa, se mete de clandestina en un departamento vacío de su barrio de monoblocks, conecta los pequeños parlantes a su reproductor y se pone a ensayar. A ella le gustaría poder bailar como lo hacen los chicos estadounidenses que ella ve en los vídeos por internet. Allí en este sitio de la Inglaterra donde ella vive, si bien los pobres no son tan diferentes como los que aparecen en algunos de esos vídeos, ninguna realidad se parece a la de Ella.

Mia tiene 15 años, vive con su madre y su pequeña hermana. No aparece en la historia siquiera mencionado el padre de las criaturas. Vive con lo que tiene, roba lo que puede de su casa para cambiarlo por alguna botella de gaseosa que la refrescará mientras practica sus pasos de rap. Se la ve sufrir cuando ve que algún animal sufre, se pelea con una barra de chicas que bailan en la plaza, pero no el rap contestatario que ella milita, sino la danza sincronizada propia de los grupos de bellas que aparecen en MTV. Sonríe poco, y además de estar en una edad donde en general se la pasa mal, a ella le va mal de veras. Su madre no le transmite un buen ejemplo, está gran parte del tiempo bebiendo y organizando fiestas de tono subido en la casa. Allí aparece Connor, un novio de su madre que rápidamente se instala a convivir con las mujeres. Mia tendrá una relación particular con él, y se le abrirá una ventana que le mostrará un escenario que ella sabe que existe en el exterior, pero al que nunca tuvo acceso en carne propia.

La pecera es una película clásica de cine contemporáneo. Si existiera un manual de cómo hacer este cine, se diría que la directora inglesa Andrea Arnold lo siguió al pie de la letra. En este sentido, para quienes ya han transitado como espectadores los caminos de este género, sucede algo así como una especie de renovada sorpresa que uno reconoce como una sensación adquirida hace relativamente poco, y que no tiene nada de heredada de la cultura dominante. Un efecto de frescura que se disfruta como si verdaderamente fuera estrenado en uno, que no pasó previamente por el tamiz de los medios críticos; allí se significa el concepto frescura: quien la experimenta sin estar advertido por cualquier preconcepto, siente algo así como que la obra fue hecha exclusivamente para él, independientemente de que guste o no. En el caso de este trabajo, algunos senderos se aproximan demasiado al buen manual del cine contemporáneo. Y ahí puede haber un problema, porque si en verdad existiera ese manual, podría poner en peligro la perdurabilidad misma de esta forma de hacer cine.

Cuando terminé de ver La pecera (o antes), me resultó inevitable la referencia a Rosetta, de los hermanos Dardenne. Allí en los finales del siglo, cuando se realizó el excelente film de los belgas, había un pasado poco revisitado del cine contemporáneo; si para La pecera del 2009 mencioné la palabra frescura, para aquel de hace 10 años se debería pensar en fruta recién arrancada del árbol, quizás. Nos habían dado nuevos ojos, y los estábamos usando por primera vez, descubriendo formas, colores y siluetas que reconocíamos solamente por el derredor, porque su fisonomía y plástica eran completamente distintas a las conocidas. Uno estaría tentado a decir que de repetirse los modos de realización como los utilizados en La pecera, nos pasaría algo parecido a lo que sucede con la fruta que se consigue hoy en día en los supermercados: manipulada genéticamente, cosechada casi a punto y madurada en el camión mientras llega al expendio, la obtenemos llena de color y jugos, y con forma delineada y brillante, aunque algo insípida y desabrida. Aún así, hay elementos para saborear y disfrutar, como la actuación de la debutante Katie Jarvis, que se encarna en el cuerpo de esta complejísima Mia.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt1232776

domingo, 4 de julio de 2010

Departures (El que envía)



No me gusta abusar de los paréntesis, dificultan la lectura y se los utiliza con cierto tono sobre-explicativo, a veces soslayadamente pretencioso. Pero el título de esta película japonesa que ha sido traducido de las más variadas formas en función de hacer la distribución más eficiente, en verdad requiere cierta aclaración. Un poco de idioma japonés, a ver.

El título original en japonés es Okuribito. Okuru significa enviar, Hito es persona, gente. En la lengua nipona, la conjunción de estas dos palabras describe a la persona que envía, o bien despide.

Se cuenta la historia de Daigo (Masahiro Motoki), un joven chelista que tras algún esfuerzo puede comprarse un instrumento acorde como para ingresar a una orquesta y por fin hacer realidad su sueño de trabajar de músico. El sueño dura poco, ya que la orquesta se deshace al poco tiempo, y no sólo queda sin trabajo, sino también con la deuda pendiente del caro instrumento. Junto con su mujer Mika (la bella Ryoko Hirosue), intentan rehacer su vida yéndose de Tokio a Yamagata, su pequeña ciudad natal en el norte de Japón, dónde Daigo cuenta con la casa que heredó de su madre.

En Yamagata, Daigo encuentra trabajo en una empresa funeraria que practica el nôkan, una ceremonia que consiste en preparar el cuerpo del difunto para emprender su último viaje. Sin haber tenido jamás el más mínimo trato con cadáveres, Daigo aprenderá a acicalar fallecidos detallada y ciudadosamente: limpiará el cuerpo, afeitará a los hombres y maquillará a las mujeres, peinará sus cabellos, les pondrá la mejor ropa y decorará el cuerpo dentro del féretro con flores o recuerdos de su vida material, todo esto delante de los deudos, que observan compungidos un ritual que exige el mayor de los respetos y el más compenetrado de los pudores.





Tal vez lo más cuidado del film sean las relaciones que se establecen entre los protagonistas, compuestos por la pareja antes mencionada, el dueño de la empresa funeraria y la secretaria. Hay una mesurada dosis de humor, ineludiblemente de color negro, que ayuda a sobrellevar algunos párrafos del film, que si bien cae en identificables golpes de efecto, jamás pierde la compostura ni el aspecto artístico. La fotografía y la música son partenaires de lujo en un relato que contiene numerosas escenas en las que interviene Daigo embelleciendo personas fallecidas.

Esta película también puede servir de muestra para quienes sientan una marcada curiosidad por la sociedad japonesa, ya que enseña en un mismo relato un aspecto muy difundido del arquetipo japonés, el ceremonioso, circunspecto, respetuoso de sus mayores y sus ritos, como así también las realidades afectivas más comunes que pueden encontrarse en las sociedades actuales: personas solas, maridos que dejan a sus esposas, madres que abandonan a sus hijos, etcétera. De algo de eso también se habla acá

Alguno estará tentado de comparar esta película con After Life, el trabajo de Hirokazu Koreeda de 1998. Quizás no sea justo: el film de Koreeda es una completa metáfora acerca del intersticio entre la vida y la muerte, y quienes lo administran; en Okuribito hay poco de eso, es una película más terrenal, sucede en ciudades y muestra las vidas circundantes. El contenido artístico y poético de After Life es tal vez inigualable en ese sentido, pero para hablar de Koreeda mejor pensar en un tópico dedicado.

No se ponga mal si se emociona con esta película; por otra parte, no está hecha sólamente que para eso. Tiene muchos otros elementos que quizás le den una mano como para sobrellevar algún que otro momento inevitable del futuro.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt1069238/

La mano de Dios

Eric Clapton hacía de las suyas en el parlante de la radio. Anibal terminaba de arreglar el enchufe del velador de la pieza. Nunca tuvo demasiada devoción por la música. Conocía hasta ahí: tenía algunos discos, identificaba algunos grupos, pero en realidad la música para él era algo que disfrutaba sin intelictualizarlo demasiado. Sin embargo, no pudo evitar la frase: "¡Lo que sería poder tocar la viola como ese tipo...!"

Fué un destello. Una extraña luz que iluminó todo por un instante inexistente. Un cosquilleo atravesó su cuerpo de punta a punta, instalándose en sus manos sensación muy difícil de explicar. Sus ojos en blanco, la mirada perdida en el infinito, una quieta ansiedad, y una voz que jamás pudo saber de donde vino, pero que estaba dirigida exacta y exlusivamente a él: "Que así sea"

Dejó caer el destornillador. Se miró las manos. Sentía algo distino en ellas, eran como si nunca antes las hubiera tenido, como si fueran una parte nueva de su cuerpo que le acababan de crecer mágicamente. Fué al baño y se miró en el espejo. Estaba pálido. ¿Qué me pasa en las manos?

Una vez que comprendió lo que le había sucedido, se dirigió impaciente al placard. Revolvió desprolijamente hasta llegar a esa guitarra que guardaba desde adolescente.

Por suerte se acordó como se afinaba. ¿Cuánto hacía que no tocaba? Perdió la cuenta: más de diez años, seguro. Sin embargo, lo que sospechaba sucedió. Tímidamente colocó los dedos allí donde vaya a saber quíén le dijo que se ponían. Su mano derecha atacó cada cuerda con presición. La izquierda, viajaba incontrolable por el diapasón, con una precisión de relojería. Las pausas, los ataques, los silencios, las estiradas hasta el infinito, todo era perfecto. Primero Layla. Después, Bad Love. ¡Un blues, eso, un blues! "Ya se, el de la bahía de San Francisco" No habia dudas. sus manos, su cerebro, él, ¡qué diablos!, era Clapton.

Pasaron varios días, y no se animó a contarselo a nadie. Se compró todos los discos que pudo de Eric Clapton (o de él, ya no sabía) y se encerraba a tocar. Había infinidad de temas que no conocía. Sin embargo, en cuanto empezaban a sonar las primeras notas, él ya lo conocía, ya sabía como seguía, los solos, el final, todo. Incluso los discos en vivo, con versiones modificadas, todo, estaba registrado.

Algo había que hacer con eso. No podía ser Clapton, y seguir viviendo en Villa Crespo, trabajar en Liniers y ganar 600 pesos por mes. Se compró una revista de rock para jóvenes. Buscó en los clasificados. Había uno que lo hizo sonreir: "Busco guitarrista onda Clapton". Llamó por teléfono y concretó una cita.

Era la casa de uno de los chicos del grupo. Estaban todos, y el más grande tenía como mucho 19 años. Por eso comprendió la cara que pusieron cuando lo vieron entrar: era un anciano. Y menos mal que no trajo su guitarra: hubiera provocado una epidemia de risa incontrolable. Cuando se dispusieron a escuchar, todos contaban con alguna sonrisa en los labios.

El sonido de la guitarra rajó el silencio como preciso bisturí. La tensión y la ansiedad se trocaron en un bálsamo gracias a aquellas notas. Como Clapton, claro. Igualito a Clapton. Los pibes no podían pedir nada más.

Al cabo de dos meses ya tocaba todos los fines de semana en bares y clubes, arrancando aplausos y gritos incontenibles del público. Hasta que apareció un tipo que le dió una tarjeta y le pidió que lo llame. El resto fué solo rutina. Grabó un compac solista (le costó despedirse de los chicos), llenó 3 Obras, apareció en revistas, programas de música, y hasta escucho un comentario que hizo de él un conductor de la MTV.

Cada tanto se acordaba de aquel día que estaba arreglando el velador de su vieja casa y pasó aquello que hizo de él este híbrido de hoy en día. Sintió que tenía una deuda con alguien, y decidió ir a saldarla.

Aprovechó que faltaba una semana para la próxima gira por Latinoamérica y organizó todo lo necesario como para realizar un viaje a Londres. No fué fácil acceder a él. Su meteórica trayectoria lo ayudó un poco, pero si sos un sudaca, es muy difícil que te den bola en ese circuito. Fué a un recital que daba en Manchester ; contaba con la promesa de uno de sus representantes de tener una entrevista al final del concierto. Durante el recital permaneció perplejo ante la presencia de ese tipo que ahora era él, o al revés, por lo menos sus manos lo eran, y no podía imaginar como sería el encuentro. ¿Qué se imagina este cristo que yo puedo hacer lo mismo que él en el escenario, pero que sigo siendo Anibal Lombardo, de Villa Crespo? ¿Cómo le explico que yo sólo tiré una frase al aire, sin ninguna intención, y a partir de ahí me convertí en esto que soy ahora? (¿Ya no soy el mismo?)

Cuando al fin se encontraron Clapton lo miró en silencio, le tendío la mano, lo saludó en español y lo invitó a sentarse. Trató de explicarle lo más racionalmente lo que le había sucedido, temiendo ser tomado por loco. Ahí descubrió también que hablaba inglés. Clapton lo miraba, lo escuchaba atentamente y no parecía asombrado.

Al final de la charla, Anibal ya habia perdido su calma inicial; en realidad estaba bastante desencajado. Se tomaba la frente, le tem-blaba la voz, sudaba... Toda la angustia parecía estar puesta en ese último momento, en esas últimas palabras que estaba dirigiendo a Clapton: "¿Te dás cuenta que ya no soy más yo? ¡Todo el mundo me pide temas tuyos, me identifican con vos, pero yo no soy nadie, dependo de tu historia, de tus discos, de tu creación! ¡Cómo hago para mirarme al futuro y decirle a la gente: 'Yo no soy Clapton, soy Lombardo. Lo que pasa que me tocó la varita mágica y ahora toco como él'! ¿Te imáginas cómo me siento yo ahora?"

Eric Clapton prendío un cigarrillo, tiró el humo al cielo, se acercó y le respondió en voz muy baja: "¿Y cómo te crees que me siento yo desde que me llaman Dios?"

jueves, 1 de julio de 2010

Undo



Undo es el título original de esta película de apenas 47 minutos, dirigida y escrita por Shunji Iwai en 1994. Trata sobre una joven pareja japonesa, Yukio (él) y Moemi (ella), que viven en un pequeño apartamento, en el cual no están permitidas las mascotas. Moemi ama los perros, y Yukio intenta mitigar la angustia de su pareja regalándole un par de tortugas.

Moemi es una cándida jovencita, algo aniñada, que (obviamente) no parece sentirse demasiado complacida con los reptiles. Yukio le pone todo el empeño a la situación, le muestra como pueden sacar a pasear a los animalitos por la calle, y trata de despertar algún entusiasmo en su pareja. Moemi empieza a juguetear con las tortugas, haciéndolas nadar en el lavatorio del baño mientras se cepilla ciudadosamente los dientes, y poniendo mucho esmero en la limpieza de los aparatos de ortodoncia que porta. Sin demasiados sobresaltos, la vida para ellos continúa.

La siguiente escena muestra a la pareja besándose con detenimiento, experimentando la sensación nueva tras haber sidos removidos por fin los aparatos de la boca de Moemi. Es Yukio quien ahora demuestra cierta desazón: extraña el sabor metálico que antes acompañaba cada beso, y las consecuencias de la experiencia resultan devastadoras para Moemi.

A partir de ese momento, se produce un quiebre en la aparente normalidad de la pareja: Moemi comienza a juguetear con hilos y cuerdas, primero de su tejido, luego de su hilo dental, y finalmente completa su obra dándoles varias vueltas de soga a cada una de las tortugas, que se deslizan confundidas e impotentes por el piso. Cuando Yukio descubre extrañado a los animales en ese estado, comienza a observar en su pareja un brusco cambio de comportamiento, disparado repentinamente a una compulsiva manía de atar todo: las manzanas, los libros, y hasta sus propias manos mientras teje. Tras varios intentos de reflexionar con ella al respecto, deciden consulta a un psiquiatra que le diagnostica "síndrome obsesivo anudador", una puntual manifestación del "mal de amor".





Shunji Iwai es un experto en fotografiar pequeños detalles y construir con ellos un relato robusto, como así también un relator de culto de los pesares de la adolescencia de su país. Su intensa filmografía a pesar de su juventud, muestran elevadas piezas de colección que no deben ser pasadas por alto: Hana y Alice (2004) , bellísima pintura de dos jovencitas enamoradas del mismo muchacho; el tierno relato romántico Historia de abril (1998) ; la excelente Mariposa swalontail (1996) , una impactante historia que incluye un barrio de trabajadores, un grupo de músicos jóvenes que intenta abrirse paso, yakuzas, prostitutas y mucho más; Picnic (1996) , la historia de un par de enfermos mentales que escapan de la institución en la que están internados y deciden hacer su día de campo. Sin duda, la que más éxitos le acarreó fue All About Lily Chou-Chou (2001) , una historia sobre una adolescente introvertida que es adoradora de una cantante pop llamada Lily Chou-Chou, para la cual abre un sitio de fans en internet y manifiesta a traves de la red las emociones que no puede exhalar en directo. Tan exitosa la película como la banda sonora.

Undo no es, tal vez, lo más logrado de Iwai. Lo más destacable quizás sea el conflicto que se plantea en una pareja cuando uno de los integrantes detecta que el otro empieza a estar fuera de sus cabales; la negación primaria, la dificultad para abordar el problema en dúo, y la decisión final de cómo resolverlo. Como en casi todos sus trabajos, el realizador japonés no desvanece los finales; por el contrario, gusta completarlos con un certero golpe de platillo.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt0111555/