domingo, 28 de marzo de 2010

Preciosa




Se puede hablar de miserabilismo en Preciosa. Pero bien manejado, pues una obra que se hace difícil de digerir termina atentando contra la llegada del mensaje. La protagonista Claireece vive y sueña, los dos movimientos esenciales de su corazón maltrecho que la hacen seguir adelante. Condimenta su dura realidad con imágenes de fantasía que como un escudo invisible la protege de sucumbir y la alienta a continuar en un sendero que parece predestinado a la tragedia casi antes de empezar. Pero uno puede seguir mirando la película, no siente la necesidad de alejar la vista; parece que esas defensas de Claireece también alcanzan a cubrirnos, un evolucionado sistema de protección que abarca a protagonista y espectador. Nada que ver con los blindajes de fantasía que Lars Von Trier construyó en Bailarina en la oscuridad (2000), a sabiendas que su alcance era de la pantalla para adentro; ni hablar de las cómplices miradas a cámara del violento Arno Frisch en Funny Games (1997), de Michael Haneke.

En algún momento, el cúmulo de calamidades y desdichas que caen sobre la protagonista es tan grande, que parecen dispararse en el espectador ciertos bloqueadores emocionales que buscan proteger su integridad psíquica, mostrando la ficción pero más cercana al grotesco que al drama. Quizás este límite esté técnicamente mesurado, con el objeto de que conocer los delicados límites que hagan soportable la proyección, y así los guionistas puedan administrar con precisión lo valores adecuados de tragedia sin que el film sea imposible de sobrellevar. Otro elemento presente son las escenas de fantasía creadas por la imaginación de la protagonista en su intento por crear un mundo dónde vivir mejor que el que le ha tocado; y esto es expresado con total literalidad por el relato, cuando la misma Claireece admite caminar por las calles mirando hacia el cielo esperando que un piano caiga sobre ella, esto es, la representación de la desventura predilecta de los dibujos animados.





La clase en la escuela especial constituye un cuadro ya clásico en la sala de exposiciones de la marginalidad en el cine. El grupo de alumnos, verdadero show de talentos del subdesarollo, transita el ya conocido camino “primero nos llevamos todos mal, al final terminamos amigos”. Su maestra, que sufre en carne propia el desprecio de su madre por sus elecciones sexuales, tratará de estrechar con Claireece el lazo de clases que la sociedad le debe, y en gran parte será la responsable de su progreso, como lo vienen siendo las maestras con todos nosotros desde hace siglos.

Lo más cruento de la película no pasa por el relato explícito, sino por un andarivel lateral: el actual sistema de salud estadounidense que está intentando modificar el presidente Obama por estos días. Un sistema que se jacta de ser el más caro e ineficiente del mundo, con un 16% de inversión por parte del estado en comparación con el 9% del resto del primer mundo, pero que aún así no cubre las necesidades de los contribuyentes más humildes. Quienes acusaron a Moore de que su Sicko (2007) era tendenciosa e imprecisa, omiten señalar una faceta del drama que no siempre aparece en las pantallas: que el 62% de las quiebras personales en los Estados Unidos son por gastos de salud, algo que está presente en Preciosa desde el comienzo mismo de la proyección.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt0929632/

sábado, 6 de marzo de 2010

Up in the Air




Los Estados Unidos son dueños de (y deben su éxito a) una formidable maquinaria capaz de digerir y asimilar absolutamente todo. Cualquier unidad que sobrevuele, nade o patalee, puede tarde o temprano convertirse en un elemento puesto a producir al servicio de un dueño. Esto mismo es, tal vez, la definición misma del capitalismo, y de esto se trata la reflexión en curso: como aprovechar los recursos afines y fagocitar cualquier paradigma que cuestione el orden establecido. Así vimos, a lo largo de las décadas, cómo el Che Guevara pasó de ícono rebelde a remera, cómo la música alternativa de principios de los 90 que intentó una construcción por fuera del sistema dio origen a la mega corporación MTV; presenciamos como la música de los pueblos latinos mutó en ese gorgojeo meloso cantado en español llamado música latina, y siguen las firmas. Alguien en algún momento se dio cuenta que la estrategia no era combatir el gérmen, sino adoptarlo, lavarle la cara (y la ideología) y volverlo a sacar al ruedo reprogramado con la nueva función. Y Hollywood no sólo no escapa a esta premisa, sino que es una de sus naves insignas.

Up in the air (no me gustan los títulos en inglés, pero en Argentina le pusieron Amor sin escalas, que es vergonzoso) sería algo así como la primera película no documental que trata el colapso del sistema financiero norteamericano del 2008. La llamada "burbuja inmobiliaria" dio origen a una de las crisis más terribles de las que se tiene memoria desde la gran depresión del 30, y provocó que el estado norteamericano, en contra de los principios más rígidos y basamentales del capitalismo, rescatara con dinero de los contribuyentes el andamiaje privado de bancos y compañías financieras quebradas por la voracidad del mercado. Cientos de miles de norteamericanos fueron arrojados al desempleo y la pobreza, y el impacto en el sistema globalizado sacudió a gran parte del mundo, sobre todo a aquellos países que seguían a rajatabla las indicaciones de los organismos internacionales de crédito, en su gran parte manejados por intereses norteamericanos. Mientras tanto, las consultoras especializadas que desde el norte decidían con un índice de actualización el cumplimiento o no de los logros de una nación del tercer mundo, no tuvieron el más mínimo reflejo para advertir que el agua comenzaba a subir demasiado rápido en la propia casa.

Up in the air, decía, trata sobre un ejecutivo de una empresa focalizada en despedir empleados, una tarea que de tan poco grata para los propios empleadores, resultó buen negocio ser tercerizada. George Clooney, el protagonista, viaja tanto en avión de estado en estado, que ni siquiera tiene casa fija. Llega a la empresa en cuestión, y entrevista (despide) en nombre de otros a quien corresponde. Luego se marcha rápidamente a su próximo destino. La película cuenta con todos los elementos clásicos del cine norteamericano de los últimos tiempos: voces en off, diálogos con ocurrencias simultáneas y veloces entre los participantes, escenas cortas, gesticulaciones a mansalva, música estimulante, etc. El personaje de Clooney (Ryan Bingham) provoca desde el vamos una reacción contraria en el espectador, del mismo modo que Aaron Eckhart lo hacía en Gracias por fumar (2005): se supone que a nadie le puede caer bien este individuo, y es por eso que lo muestra preparado para enfrentar todas las reacciones propias del cesanteado, con una batería de respuestas y propuestas tendientes a buscar la calma ajena y mitigar la culpa propia. Tras un encuentro con una una mujer (Vera Farmiga) en uno de sus viajes, el film volantea rápidamente hacia la comedia romántica. Es entónces cuando entran en escena los más poderosos jugos gástricos del aparato digestivo de la industria cinematográfica norteamericana.

Haciendo un paréntesis en la valoración puntual de la película, como se acostumbra en este sitio, lo que se busca analizar es justamente como una vez más se busca crear subjetividad de lo que fue un hecho dramático, y moldearlo hacia lo que aparenta ser un estatus ineludible. De modo similar a No Country for Old Men (2007), se baja una línea que ya cae como incuestionable: las cosas son así, y no queda mucho para cambiarlas, así que mejor hagamos una peli.

Ryan Bingham es parte de esa maquinaria, y le gusta serlo. Cómo la lógica de este tipo de comedias indica, será su propio puesto el que pueda estar peligro en algún momento de la historia. El dueño de la empresa echa-personas, sin embargo, está exhultante: "Los minoristas han bajado un 20%, la industria automotriz está en la basura, el mercado inmobiliario no tiene latidos, es una de las peores épocas en la historia de EE.UU. Éste es nuestro momento." Si uno observara los rostros en el cine ante esta afirmación, seguramente coincidirían las muecas socarronas, y alguno que otro hasta reiría festejando la ocurrencia: misión cumplida, otro pecado lavado con el increíble jabón del sistema. Cómo la cadena de noticas TN, que aún cuando transmitía las terribles imágenes del sismo en Chile, no podía dejar de mostrar los números de la lotería en el cuadro lateral de la pantalla, todo parece rápidamente convertible en un hecho casual y constitutivo de la vida misma.





Hasta la infaltable moraleja final de todas las películas de este signo está licuada. Cómo es de esperar, al insensible de Bingham le llega su turno. Pero su castigo, a diferencia del que él se ha encargado de repartir a diestra y siestra por todo el país, no es social, sino humano, o "del corazón", cómo diría mi abuela. Habiendo servido al aparato que hizo posible el desastre, se lo termina mostrando como un desdichado porque no le fue bien con la chica, aunque en ningún momento peligre su cuenta bancaria. En el tramo final se intenta hacer creer al espectador que todas las personas que él entrevistó para despedir, son más felices que él porque tienen familia, y él no, elevando la cuota de cinismo a un extremo pocas veces visto. El personaje intenta redimirse por todos los medios, pero no lo logra: regala (parte de) sus millas acumuladas, envía carta de recomendaciones a empleadores, pero en ningún momento pone en tela de juicio que lo perverso no es el accionar del individuo, sino del sistema, con lo cual, las soluciones siempre pasan por las personas como unidades aisladas, nunca jamás como un grupo capaz de modificar las realidades.

De la película, como obra cinematográfica, queda poco por decir; es tan fuerte su contramensaje que hablar de actuaciones o dirección es poco menos que intrascendente (defiendo a capa y espada el cine subitulado en idioma original, pero ¿tiene sentido leer tanto cuando el 40% de los díalogos son banales?) La escena que relata el casamiento de su hermana está filmada mediante el recurso de la cámara en mano, como para darle algún toque humano a tanto discurso elaborado de antemano, pero es tan premeditado que no es convincente.

Cómo todo buen plato, se merece un buen postre. Cayendo los títulos, cuando ya casi todos se han ido del cine, se escucha la voz de un reciente desocupado de 55 años que le habla al director Jason Reitman, ofreciéndole una canción que escribió "como una especie de comunicado acerca de la incertidumbre y de tener cierta preocupación sobre el futuro" y que tal vez pueda servir para su película. En la letra, el compositor completa la idea del film; sería inocente hablar de autoayuda, es más bien, el mejor antídoto para una conciencia colectiva sublevada.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt1193138/

Frecuencia de masas


La frecuencia con que un objeto vibra determina un movimiento del aire, cuyo cambio de presión es detectado por nuestro sentido del oído y decodificado en sonido. La frecuencia se mide en ciclos por segundo, o Hertz (Hz), en honor al físico alemán Heinrich Hertz. Un ciclo se describe como la unidad de este movimiento periódico en la unidad de tiempo, en el caso del sonido, el segundo.

Imaginemos la siguiente situación como si pudiéramos verla en cámara lenta: la cuerda de una guitarra, que se encuentra en perfecto reposo, es pulsada con el dedo. El efecto de pulsar la cuerda es en realidad el de estirarla: al soltarla, liberamos la energía acumulada, y vemos que intenta volver a su posición inicial, pero por efecto de la inercia se estira hacia el lado contrario. El ciclo se repite ahora en sentido contrario, y luego vuelve a empezar, pero perdiendo energía en cada ir y venir. Finalmente, la energía se acaba y la cuerda vuelve al reposo. Cada ir y venir de la cuerda de un extremo al otro es un ciclo. La cantidad de ciclos por segundo que describe la cuerda es la frecuencia. Todo el aire que rodea la cuerda (la mayoría del cual está en la caja de resonancia de la guitarra) llegó a nuestros oídos de manera perceptible. El cerebro y nuestro entrenamiento cultural hizo el resto: todos detectamos un sonido, muchos distinguimos que se trata de una guitarra, algunos la nota precisa.

Cabe mencionar que en esta experiencia intervienen otros elementos, como la amplitud, que sería la lejanía que alcanza la cuerda en cada ciclo, es decir, cuánto se aleja en cada ondular en relación a su centro de reposo. La amplitud se traduce directamente en el nivel sonoro percibido, aunque no altera la altura tonal: una cuerda pulsada con más energía, suena más fuerte, pero la nota musical percibida sigue siendo la misma.

Dejando aislado el concepto de amplitud, ya que no ha de intervenir en lo que se quiere analizar, tenemos que un cuerpo debe vibrar una determinada cantidad de ciclos por segundo con una amplitud suficiente para que el aire circundante excite mínimamente nuestro sentido del oído. Este número es, en los humanos, de 20 ciclos. Del mismo modo, nuestros oídos limitan por encima de los 20.000 ciclos las altas frecuencias. Los sonidos, yendo desde las frecuencias bajas a las altas, se representan en la vida cotidiana como graves y agudos. Los sonidos graves se propagan mejor en la distancia, los agudos se perciben sólo si nos apuntan de manea directa, y se extinguen más rápidamente; es por eso que en los recitales al aire libre, quienes viven a algunas calles de distancia sólo reciben los sonidos graves que a veces hasta hacen vibrar los vidrios de las casas.

Por encima o debajo de estos límites, la nada. Algunos animales captan sonidos más allá de estos límites. El oído del tigre percibe infrasonidos de hasta 6 Hz, y gracias a ello puede orientarse para captar movimientos muy débiles y mejorar su capacidad de cacería. El silbato que se utiliza llamar a para los perros de caza es de una frecuencia muy superior a los 20.000 ciclos, y gracias a esto no espanta a las aves, que como nosotros no pueden detectarlos, pero el can si, gracias a su altísima capacidad para percibir ultra frecuencias.

Lo que no existe en la naturaleza son los sonidos puros, sino que en realidad cada efecto sonoro está compuesto por un determinado conjunto de frecuencias. Una nota musical corresponde a una frecuencia determinada, pero de acuerdo a la naturaleza del instrumento que la ejecuta, una serie de frecuencias aledañas resuenan junto con la frecuencia principal. Estas frecuencias que la acompañan se llaman armónicos, y son los que definen lo que técnicamente se conoce como el timbre de un sonido. El timbre es lo que nos permite diferenciar un sonido de otro, aunque la frecuencia principal sea la misma. Cualquier persona con un nulo entrenamiento musical es capaz de diferenciar con los ojos cerrados el sonido de un violín del de una trompeta, aunque ejecuten la misma nota musical, y eso es gracias al timbre. La nota principal es idéntica, pero existe un complejo arsenal de armónicos que en cada caso se integran con ésta: en el caso del violín, el frotar del arco sobre la cuerda, la naturaleza de la madera del instrumento, la calidad del componente de la cuerda. En la trompeta interviene el soplo de aire del ejecutante, la cualidad de la aleación metálica del cuerpo, los elementos metálicos de los pistones, la temperatura del cuerpo, etcétera. El timbre, como vemos es fundamental en la detección del sonido, y está fuertemente atravesado por nuestro bagaje cultural: nuestro oído compara el sonido con nuestro archivo sonoro contenido en la memoria, y es capaz de identificar el instrumento, si es que alguna vez lo ha escuchado. De tratarse de un sonido nuevo, seremos como mínimo capaces de identificarlo dentro de una familia de instrumentos. En el peor de los casos, lo terminaremos asociándo a lo más parecido que alguna vez hayamos escuchado.

Las frecuencias que junto con la principal constituyen el timbre también deben estar dentro del rango audible para que podamos percibirlas, de lo contrario sólo escucharemos una parte del sonido global. Tendremos una idea recortada del sonido, que tal vez nos alcance para identificarlo, pero no estaremos recibiendo la información completa, ya que algunos bordes han sido cercenados. Si estos bordes que faltan son determinantes, no seremos capaces de identificar el sonido; si son accesorios, si. Es por eso que nuestro perro no siempre reacciona cuando otro de su especie ladra en un programa de televisión, pero cuando lo hace el del vecino, si. El diseño sonoro del aparato de tv está diseñado por y para humanos, y por lo tanto filtra las frecuencias que no percibimos, y dependiendo el caso, estas tal vez sean determinantes para que nuestra mascota se inmute o no por lo que pase en el receptor de tv.

Del mismo modo, cuando cantamos, articulamos con nuestra voz frecuencias principales y armónicos, y gracias a ellos (y a los cielos) somos capaces de diferenciar a un cantante de otro, por ejemplo. En particular, cuando pronunciamos una palabra, ya sea hablando o cantando, estamos combinando vocales y consonantes. Las vocales (y algunas pocas consonantes) tienden a ser sonidos que podemos ejecutar con cierta afinación. Las mayoría de las consonantes, en cambio, constituyen sonidos guturales, silbidos, implosivos o nasales, que sólo tienen sentido en términos lingüísticos cuando se los combinan con vocales, salvo que de una interjección o cualquier otra verbalización gestual se trate. Todos estos sonidos también impactan en un rango de frecuencias, y en el caso particular de las consonantes, son los responsables de la definición de la palabra.

En la palabra oída existen componentes de definición y potencia, más en el caso de una palabra o frase cantada, esto es, pronunciada con cierta articulación musical. Las vocales albergan la potencia, el volumen del vocablo; las consonantes son las responsables de la definición, la percepción precisa, la justeza. Nuestro lenguaje español, como muchos otros, carga con vicios de pronunciación, producto de localismos, inmigraciones, fusiones, modas y demás elementos. Con el correr de los años nos alejamos del ideal planteado por el idioma, y damos paso a nuestra particular construcción del lenguaje hablado, en muchos casos edificando una identidad propia o bien sirviendo a quienes nos han hecho creer que lo estamos haciendo por motus propio. Con el correr del tiempo nos adaptamos a la escucha, e incorporamos el formato sonoro como habitual, al punto tal que a veces no recordamos cómo era el sonido original. Prueba de ello dan quienes deciden trabajar en locución de medios de comunicación, y deben sortear distintos tipos de exámenes al respecto. Sin embargo, lo más difícil es comprender; el reconocimiento de voz a cargo de los sistemas informáticos llegó por fin, pero con varios años de demora en relación al alcance tecnológico alcanzado en otras áreas, y es que el tema del lenguaje es sumamente complejo de reducir a algoritmos comprensibles por las computadoras: no todos lo nacidos en un mismo país pronuncian la misma palabra de la misma manera.

Como sea, el lenguaje en términos de mensaje, funciona. El emisor y el receptor logran comunicarse, y eso es posible porque (en el caso que nos compete) aunque se suprimieron algunos sonidos, estos no resultaron fundamentales o determinantes para el lenguaje. Si en cambio la pronunciación excluye sonidos claves para el mensaje, seguramente estaremos ante el caso del perro y la tele, y precisaremos mejoras en algunos de los extremos del vínculo.

Un grupo de gente que canta junta funciona de manera particular; motivaciones aparte (artísticas, religiosas o deportivas), estas personas se expresan de manera técnicamente diferente. Un grupo coral que interpreta obras clásicas, divide las voces de sus integrantes de acuerdo a su registro, y del mismo modo que los distintos instrumentos de una orquesta, estas intervienen de acuerdo a una partitura determinada o a un criterio fijado por el director.

Distinta es la situación cuando las voces se unen con otro objetivo, como por ejemplo, cuando la maestra intenta que sus alumnos articulen coordinadamente cada una de las sílabas de un himno en un acto escolar. Allí predomina otra pulsión, que tal vez no contenga los elementos esenciales como para garantizar una pronunciación "perfecta" en términos técnicos, pero el gesto impuesto en la forma de expresar la frase los suple. Un emocionado plantel olímpico que canta el himno de su país frente a su bandera, posiblemente en un país extranjero y recordando a su gente allá a lo lejos, seguramente no pronuncie cada sílaba como sea debido. Un grupo de estudiantes que entona la marcha de su escuela, aquella de la que egresa luego de habitar por años, tampoco. Un canto de cumpleaños hecho por amigos o familiares, una ovación desde abajo de algún escenario; todos ellos son momentos en los que el mensaje enviado en un sentido porta componentes extra-clasificados, que están más allá de las frecuencias, la amplitud o el timbre.

Pero volviendo al componente técnico de la palabra, retomemos lo vinculado al espectro sonoro. La diferencia entre sonido y ruido radica en que los movimientos vibratorios del primero son regulares y periódicos, mientras que los del ruido no. Las vocales se producen como sonidos, mientras que las consonantes son clasificadas como ruidos, algunas con sonidos en los que intervienen las propias cuerdas vocales, y otras en las que se utilizan otros componentes del tracto vocal.

En términos de extensión, la voz humana se encuentra entre los 90 Hz de un bajo masculino y los 1050 Hz de una soprano femenina, aproximadamente. Estas frecuencias hacen referencia a las fundamentales, y son notas que podemos expresar con cualquier instrumento que abarque dicha extensión. Los elementos mas bien "ruidosos" que componen las consonantes, en cambio, se ubican en un rango diferente, fundamentalmente por sus armónicos, que se encuentra entre los 500 y 3500 Hz, y es allí dónde reside la inteligibilidad de la palabra. Cuando hablamos de cantar, de articular o modular la voz intentando crear una melodía, resulta ser en las vocales en dónde nos detenemos para sostener el sonido. Hacerlo sobre una consonantes sería difícil, o como menos vanguardista en términos musicales. Las vocales, por otra parte, conllevan la mayor cantidad de energía necesaria de la voz, y su componente principal se encuentra en las bajas frecuencias: atenuar dicho espectro a una voz implicaría restarle potencia, grosor, presencia. Por otra parte, y yendo más a la coloratura, la voz grave y gruesa se identifica con lo masculino, lo sensual, lo viril; también lo maligno o lo desconocido. La voz aguda representa lo virtuoso, el fenómeno que roza el límite, pero también se lo vincula culturalmente con lo molesto, lo punzante, tal vez más cercano al grito, en comparación con el susurro de una voz bien grave. Tal vez por eso el locutor del programa radial de la madrugada habla con voz suave y gruesa, y las voces más agudas y filosas están reservadas para la mañana y el mediodía.

Una tribuna de fútbol que alienta a su equipo hace algo más que cantar. Está desafiando a la parcialidad de enfrente, mostrando que puede llegar más lejos, que su canto tiene la potencia suficiente como para impulsar a su equipo a la victoria. Allí, las voces de las personas cantan con todas sus fuerzas, a costa muchas veces de quedar disfónicas una vez terminado el espectáculo. Y como la energía de nuestra voz es limitada, debemos dividir nuestras fuerzas de tan escaso recurso entre las poderosas vocales que harán tronar el firmamento y las sutiles consonantes que nos vestirán de gala en la cena de los dioses. Como de ganar se trata, pero que los del otro lado escuchen nuestra temeraria proclama, la decisión es claramente privilegiar la potencia en detrimento de definición: vamos, nadie va a notar la ausencia de algunas eses en un campo sonoro de batalla. Quien a la distancia escucha el cántico, o desde nuestras casas por la televisión, adivina, contextualiza, comprende la frase, en la que pegan fuertes cinco gladiadores, apoyados por un débil grupo de veinti tantos servidores logísticos. El mensaje llega, y viaja por el aire con la frecuencia de las masas.

Las canciones que se entonan en las canchas de fútbol constituyen en sí algún formato de plagio consentido. La música proviene de alguna melodía popular, conocida por el espectro social mayoritario que asiste, y la letra o bien se compone en el momento o forma parte del himnario del club. El sonido de las canchas se asemeja en parte al dial de la radio: algunas hinchadas sostienen hits que son verdaderos clásicos de clásicos, mientras que otras buscan promover cortes más periódicamente, haciendo gala de su creatividad y capacidad de canalización cultural. Pero en todos los casos es éxito, la pegada popular, se logra utilizando una melodía cuya autoría pertenece a algún músico o agrupación musical. Y se dice que para un músico que aspira ser acogido por el clamor de la gente, no hay mejor premio que una composición suya sea llevada a las gradas. Es la mejor difusión que existe, gratuita y masiva, verdadera carta de presentación de muchos artistas que muchas veces son desconocidos por los mismos intérpretes de la tribuna, y que en los propios recitales reciben el aliento prestado a la gesta deportiva.

Aunque este fenómeno se viene produciendo desde hace décadas, en algún momento el estudio del mercadeo musical llegó al extremo de generar producciones desde lo musical pensadas en el impacto posterior en las tribunas, es decir, se buscó el camino inverso del supuesto éxito. La gente coreaba en los recitales de rock canciones que bien podrían usarse en las tribunas, y los músicos desde el escenario alentaban a eso, acompañando la puesta en escena con banderas, camisetas y demás elementos del folklore futbolístico.

Un paso importante en el tendido de este puente entre el artista y la hinchada, haciendo pie intermedio en la gente, fue lograr el efecto vocal sonoro propio del conjunto. El cantante, solista o de una banda, que por definición maneja elementos inherentes al lenguaje musical, busca intencionadamente modificar su foniatría a los efectos de sonar como lo haría una multitud. En términos de lo que se ha expuesto anteriormente, realiza recortes puntuales sobre consonantes y exacerba la presión sobre las vocales de modo de imitar con la voz de uno lo que sería la voz de muchos; esto es poco menos que el sueño de cualquier conductor que se precie de tal.

En armonía musical se habla de consonancia y disonancia, un concepto que es sumamente subjetivo, sujeto fuertemente a pautas culturales. Cuando dos sonidos se suceden en simultáneo, dependiendo de la coincidencia de frecuencias de ambos, se puede establecer si son consonantes o disonantes aplicando las reglas de armonía tradicional; este concepto, repito, es sujeto de debate en términos culturales, y es lo que hace que las músicas que pertenecen a otras regiones del globo, distantes a la nuestra, nos suenen a veces tan ajenas. Pero en el caso de nuestra cultura occidental, cristiana y tonal, las consonancias se pueden lograr cuando un grupo coral articula correctamente una pieza musical, a fuerza de un entrenamiento disciplinado. Una hinchada, como es de suponer, deja de lado estos parámetros, y es por eso que en ese ámbito (como en muchos otros en los que intervienen más de una persona en pro de un objetivo aparentemente común) la consonancia es francamente difícil de lograr.

Sin embargo, un sujeto que canta solo no puede lograr disonancia. La voz es un instrumento monofónico, es decir, puede emitir un sólo sonido a la vez, con lo cual la disonancia es imposible. La única forma de acercar el sonido de una sola voz al sonido de muchas voces, es generar un artefacto sonoro que reproduzca aquel sonido que percibimos cuando escuchamos a la distancia a la multitud coreando a su equipo. Esto logra penetrar mejor en quienes ofician de verdaderos compositores de tablón, dando música en vez de letra al hit que ha de estrenarse el próximo fin de semana. Algunas bandas hasta introducen coros estratégicamente diseñados que hacen de sostén al cantante solista, con el objeto de identificar al escucha con el ámbito enfocado, casi a modo de maqueta. Los asistentes al concierto, por otra parte, comienzan a adoptar el movimiento típico de los asistentes a las canchas, moviendo la mano con el brazo en alto, y vocalizando en solitario con la boca bien abierta, forzando las vocales al extremo y mutilando de consonantes cada palabra. El efecto individual multiplicado por el conjunto es sumamente poderoso, y es posible que un grupo relativamente pequeño de gente suene como si fueran muchos más gracias a este decorativo artilugio.