viernes, 16 de diciembre de 2011

Ese puño izquierdo



Para el pueblo argentino, cantar el himno nacional siempre fue, por decirlo de forma decorosa, un trámite a realizar, una situación ineludible en algunas circunstancias, y al que se buscaba concluír de un modo expeditivo. Y es que en ciertos aspectos técnicos, la canción patria es dueña de pasajes poco asimilables para la multitud, esto es, tiene una introducción instrumental algo extensa, las estrofas son de notas largas y sostenidas, y el momento que da paso al estribillo sucede en medio de abruptos cambios de ritmo, con fraseos complejos y entonación dificultosa. Brota el recuerdo de los actos escolares, la maestra de música peleando al piano con esa interminable introducción, y el resto del cuerpo docente tratando de mantener a los niños en silencio hasta que llegue el momento de cantar.

En 1990 Charly García publica en su disco Filosofía barata y zapatos de goma una versión propia del himno nacional. Como casi todo lo que hacía el artista en aquellos años, la controversia nació instantáneamente, incluso un particular intentó sin éxito años más tarde interponer un recurso judicial para evitar que esta versión se difundiera en las radios, alegando ofensas al símbolo patrio. De alguna manera, García se salió con la suya, y el himno se pudo escuchar en recitales de rock, tocado por una banda de músicos y cantado a los gritos por la multitud, que no vacilaba en saltar y divertirse como con cualquier otro tema de repertorio. En ningún momento se pudo demostrar falta de respeto alguno al emblema, y por el contrario, sí se registraron escenas de paroxismo en la multitud: el himno había mutado de ese canto solemne que se movía con la gracia de un elefante a ser una canción que rescataba las pasiones que seguramente tuvieron quienes la compusieron en 1813, aunque tal vez les faltó el olfato de hit del que gozaron otras músicas patrias, como la envidiable Marsellesa que arranca con la voz apenas diez segundos después de comenzar.

Pero el suceso más interesante en lo que tiene que ver con la transformación del significante del Himno Nacional Argentino sucedió en las canchas de fútbol. Por más que algún relator deportivo local se indigne, cada vez que la reglamentación de algún torneo internacional lo requiera, hay que cantar los himnos, y el turno del nacional, era un entuerto tanto para el público como para los organizadores: la larga introducción era demasiado para la ansiedad que se acumulaba en las tribunas, no se respetaban los silencios en su correcta extensión, y casi indefectiblemente, se generaban indeseables efectos de eco, ya que la gente nunca cantaba toda junta.



Y tal vez gracias al aporte de García, de pronto el himno en los estadios se comienza a corear desde el inicio. Las voces arrancan junto con la banda, y acompañan la línea melódica a los gritos. Hay algo ancestral, primitivo, casi tribal en ese gesto, como si la ausencia de palabras pudiera completar un sentido único capaz de aunar a todos. La pasión, la fuerza y las ganas que se registran en esos momentos son inéditas, y esos miles de personas logran parir un nuevo canto, quizás más emparentado con el valor necesario para enfrentar una contienda que con la mera formalidad de una fecha o un evento.

Paralelamente esta innovación significó una solución magnífica para los organizadores, que pudieron acortar sin culpa la canción nacional, al punto que ya casi ni siquiera se llega a la parte de la letra, ahorrando así valiosísimos minutos de aire televisivo. Ahora el himno argentino, al menos en los estadios, muestra otra faceta, una potencia oculta se hace presente y logra imponer un respeto y una valía hasta hace entonces no tan visibles, a la vez de lograr cierto efecto en los rivales, si se lo compara con el (al menos ahora) grotesco haka neozelandés.

En oportunidad de la ceremonia de asunción del segundo mandato presidencial de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, la Presidenta se reservó un momento para compartir con la multitud allí reunida, y fue justamente el canto del Himno Nacional, interpretado por el mismo Charly García. Allí estaba el músico haciendo la canción nacional. No es la primera vez que es convocado por esta administración, ya alguna vez estuvo presente en una fecha patria. Muchos se preguntaron porqué no estuvo allí una orquesta sinfónica o una banda militar afecta a las marchas. Sin embargo, ahora García vuelve a encontrarse con su gente después de un largo período de rehabilitación, algo cambiado en su fisonomía, pero intacto en su intelecto y capacidad de traducir en música lo que absorbe de los millones que lo siguen. Y en el escenario están sólo ellos, García con su banda y la Presidenta que llega y es ovacionada por la multitud. Ella lleva puesta la banda presidencial que le colocó su hija en el acto de asunción. Saluda al músico con afecto, y se dirige al borde del escenario, a un costado, a cantar el himno con la gente.

La música arranca inmediatamente, no da tiempo a la multitud emocionada a cantar sus propias consignas. La Presidenta esta paradita con ambos pies juntos, con la mano derecha sobre el corazón, presta a cantar. Los argentinos no cantamos el himno con la mano en el corazón, en muchos otros países tienen esa costumbre, pero no es normal aquí. Sin embargo la Presidenta suele hacerlo, tanto aquí, como en el exterior, en ocasión de alguna visita oficial. Veremos cuánto prende este gesto en la gente, tal vez de aquí a un tiempo aparezcan otros imitándola.



Charly García y su banda ejecutan una versión excelente. García canta bien, y dirige como puede a la gente para que la voz se escuche sólida. Cómo sabe hacerlo, lo logra, mientras la Presidenta canta emocionada y cada tanto devuelve sobriamente algún saludo. Entónces acontece un detalle que puede ser mínimo, pero que tal vez sea necesario recalcar, porque en medio de la emoción del momento no haya sido debidamente registrado. El pasaje instrumental entre la estrofa y el estribillo, allí dónde la banda irrumpe con la fuerza que la partitura requiere, es deliberdamente alargado por García, buscando crear la tensión necesaria para hacer que la explosión que sigue sea aún más sonora. El músico se dirige primero a la banda para adoctrinarla, y luego hacia la multitud, para que acompañe el momento desde abajo. Y allí podemos ver que la Presidenta rompe con su actitud más ceremonial, y comienza mover con energía su antebrazo izquierdo arriba abajo (su mano derecha permanece inmóvil en su pecho). Hace el gesto de la fuerza, esa tantas veces nombrada en su campaña presidencial; sonríe, mira a los (en su mayoría) jóvenes y acompaña desde su lugar el entusiasmo de la propuesta. Se ve que todo su cuerpo se estremece al ritmo de los sacudones que da con su brazo, y marca el ritmo con el taco, sin perder jamás la línea. Sólo detiene su menear cuando retoma la letra del estribillo.

Puede parecer nimio, tal vez un detalle desapercibido para aquellos poco afectos a los sentires populares. Ahora que la patria está siendo tratada un poco mejor, algunos valores están volviendo a su sitio. Pero no puedo por más que busco encontrar una conexión tan intensa entre la máxima canción patria, su reformulación popular, su músico más representativo y su más alta autoridad democrática. Ese puño izquierdo podrá leerse de muchas maneras, y a lo mejor no significa ninguna de ellas, pero existió un día en el que no se necesitaron palabras para expresar lo que ese puño significa.

viernes, 9 de diciembre de 2011

252: Señal de vida



Los amantes del cine catástrofe tendrán su picnic con esta producción japonesa de Nobuo Mizuta, un realizador nipón oriundo de Hiroshima, que comenzó su carrera en el cine componiendo dramas televisivos allá por 1980, e hizo su debut en el cine en el 2006 con Yo y el fantasma.

La historia puede no ser novedosa, aunque siempre es efectiva. Un terremoto de grado 7 sacudió las islas Ogasawara, unos 1000 kilómetros al sur de Japón. Cuando el susto parece pasar, los meteorólogos vuelven al ataque: cambios en composición química y la temperatura del agua configuran un escenario en el cual un tifón de proporciones bíblicas podría azotar la ciudad de Tokio. Como (casi) siempre, las autoridades especulan con las opciones menos probables, y deciden no alertar a una población ya sensible por el reciente temblor. El resto, es de imaginarse: se viene el agua y a correr quien pueda.



Esta es una película de catástrofe que, como tantas otras de su género, tiene su centro en la acción de los bomberos rescatistas y las historias de sus triunfos y sus derrotas. El personaje central es el de Yuji (Hideaki Ito), un ex rescatista que actualmente trabaja de vendedor de autos, pero que no puede evitar desviaciones profesionales de su anterior ocupación, al recomendarle a sus posibles clientes de autos deportivos que manejen con calma, algo así como darle torta de chocolate a un niño y pedirle que no se ensucie. Su jefe le recrimina sus modos y pone en duda su aptitud para el puesto. Por otra parte, en casa, su bella esposa Yumi (Sachiko Sakurai) hace de sufrida madre de la pequeña Shiori (Ayane Omori), que es muda debido a problemas auditivos. Completa el plantel Shizuma (Masaaki Uchino) quien es actualmente rescatista y le debe la vida a su hermano Yuji de la época en que trabajaban juntos como bomberos.

No es un filme de efectos especiales, es más bien una de esas de gente atrapada que pugna por salir, con algunas reminiscencias de aquella Pánico en el túnel del 96, en la que Silvester Stallone se cargaba al grupo que había quedado en el túnel Holland de Nueva York. La diferencia es que en esta producción el dramatismo es por igual en ambos lados de la superficie, y aquí hay en juego relaciones familiares que atender.



Cerca de la primera media hora de proyección ya se podrán apreciar las escenas en las que se desata el desastre, y que son de un caudal dramático de alto impacto. Poco parece haber de efectos especiales en las escenas en la que cientos de personas son barridas por una ola gigantesca que ingresa al subterráneo; más bien uno puede apreciar a personas de carne y hueso que se apelotonan sin prurito al intentar salir. El realismo de estas tomas es espectacular y la producción se luce de lo lindo. El número del título alude a un código del ámbito profesional. Anote: si queda atrapado bajo tierra (en Tokyo) por algún evento y decide esperar por ayuda, no grite, mejor golpee alguna pared 2, luego 5, y finalmente 2 veces, que es el código que indica que hay sobrevivientes esperando por ayuda. Los detectores sonoros de superficie harán que vengan en su auxilio. De hecho esta película se inspira en un suceso real de 2004, cuando tras un derrumbe por un deslizamiento de tierras, un grupo de personas que permanecieron atrapadas 90 horas, pudo ser rescatado gracias a este mecanismo.

Las actuaciones que se ven en el cine japonés de este género pueden parecer impactantes para el espectador poco habituado a la cultura oriental. Y para quienes consumen estas producciones por primera vez, puede que algunos roles lleguen a un extremo de histrionismo tal que seguramente soltarán alguna mueca de burla o, como menos, incredulidad. Habría que hacer tal vez el ejercicio de pensar a la inversa: como sería la reacción de un espectador de una comunidad que (imaginemos) nunca tuvo contacto con el cine de Hollywood. ¿Cómo reaccionaría al ver a un conscripto del Ejército de Los Estados Unidos de Norteamérica responder a pié enjuto y tieso hasta los dientes: “¡Sí Señor!” ante la orden de su superior? ¿Recuerda la burla del personaje de Will Smith en la película Hombres de Negro, cuando hace el test para entrar al grupo de elite, frente a los otros aspirantes que sentenciaban sus premisas de honor y fidelidad a la patria a los gritos? ¿No debería sucedernos lo mismo que al Ajente J cuando estamos ante un personaje similar, pero en un género que no es la comedia? Observe en cualquier film norteamericano cual es la reacción brava y desafiante de un soldado que debe rendirse ante un escuadrón de árabes armados, y compárela con la actitud cobarde y suplicante de un iraquí cuando es atrapado por un grupo de marines.



El cine globalizado nos ha hecho naturalizar algunas reacciones de los actores, al punto tal que muchas de ellas ya han sido incorporadas al acervo cultural propio. No sólo me refiero a aquellas personas que hace tiempo comenzaron a decir “oops” en vez de “epa”, sinó de todas aquellas veces que hemos visto escenas estereotipadas hasta el hartazgo, pero de habituales ya no nos despiertan ningún gesto de asombro. Párrafo aparte merecen las introducciones lingüisticas provenientes de las traducciones latinas, como por ejemplo las que lograron que las señoras paquetas se sientan mucho más relajadas en pedirle al quiosquero un "sorbete" en vez de la incómoda "pajita", sin reparar que aquél tiene un sonido mucho más cercano a lo escatológico que éste a la cochinada sexual.

Si puede vea esta película, y preste atención al dramatismo de cada situación, haciendo la prueba de verse en ese entuerto. Observe los personajes circundantes, las personas que se cruzan, los desconocidos. Deténgase a ver los cuerpos sin vida en posiciones poco elegantes. Permítase ver a un bombero o a un policía llorando ante la tragedia y pregúntese después cúal es el mejor cuadro, sin importar de que marca es la pintura.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt1260932/

jueves, 1 de diciembre de 2011

La última casa



Chiang Mai es una ciudad ubicada a 700 kilómetros al norte de Bangkok, en Tailandia, y su nombre, en idioma nativo significa “ciudad nueva”. Allí es dónde el Sr. Three ha decido mudarse con toda su familia, más precisamente a un elegante e imponente barrio cerrado. Se lo ve ultimar detalles de la morada, sacando los plásticos que protegen los muebles, decorando las habitaciones de sus hijos, todo con un esmero y una emotividad que parece escapársele de los ojos. El matrimonio se completa con dos hijos, el pequeño Nat en edad de primaria y la jóven Nan, una adolescente de catorce años que está enfadadísima por haber abandonado la cosmopolita Bangkok justo cuando su vida empezaba a ponerse buena en términos de amigos y colegio.

Al poco de llegar al barrio ya se vislumbran sus bondades, con su portón de entrada, niños jugando con total alegría y seguridad, personas disfrutando de la vida al aire libre, en medio de hermoso paisaje natural completado con lagos y fuentes, todo en perfecto orden.

Su esposa Parn lo adora; y lo apoya en todo, aunque se la ve sumamente pendiente de su madre, quien la acosa por teléfono de manera insistente. Esta señora no disimula su desprecio por su yerno, a quien no vacila en tildarlo de inútil, por más que su hija intente explicarle que gracias a él, ella no necesita trabajar. Así las cosas en el nuevo hogar, con la joven hija en contra de su padre y utilizando a su abuela de cuña cuantas veces pueda para generar todo el malestar posible, y con el jefe de familia encarando un nuevo trabajo, en un ámbito en el cual no se lo ve con todos los códigos asimilados rápidamente. En este cuadro de situación hace irrupción el ingrediente que faltaba para redondear el banquete: un fantasma.



Puede ser recurrente en el cine de estas latitudes el tema de los muertos malhabidos, aquellas presencias que vienen a hacer pagar crímenes de antaño y de otras manos. En ese aspecto, esta cinta no descolla por su originalidad, hay que decirlo, pero el tratamiento que hace del asunto es muy bueno. Su director Sophon Sakdapisit entiende del tema, y ya hizo de las suyas con Shutter y Alone.

En las películas tailandesas puede apreciarse con mayor presencia el componente tercermundista de su sociedad. Los desniveles sociales son visibles claramente, y la violencia de puertas adentro, más concretamente de género, aparecen con más frecuencia. En estos compartimentos estancos se ancla el guión de esta película, cuando vemos un hombre endeudado hasta el tuétano para lograr mantener su estatus aparente, con el pánico de la vergüenza social de sentirse un perdedor o fracasado. Una mujer que ha abandonado su trabajo para permanecer al frente de la casa, y si bien esto significa una pérdida de ingreso, es visto como señal de que con el trabajo de su marido ya basta y sobra. Y con detalles más goumet que pueden ayudar a comprender el contexto, como el de contar con una sirvienta birmana.



Hay interesantes efectos visuales, aquellos en dónde la cámara que toma al actor se fija a su cuerpo, acompañando su movimiento y alejando el fondo, los cuales han sido pocas veces vistos en este tipo de películas, y que hábilmente dosificados no se entrometen en el relato de forma artificiosa, sino todo lo contrario, refuerzan la sensación de angustia. Y están los clásicos sustos provocados por alarmas, timbres y ladridos, que también están en otras películas, y que sólo sirven para hacernos acordar que esta que estamos viendo es una de terror.

Se dice por ahí que los sucesos que se narran en esta película están basados en hechos reales, pero usted sabe, ya casi no quedan hechos reales que narrar, la verdad es que la realidad misma es un cine gigantesco y la vida que creemos que vivimos, son narraciones documentales que se escaparon de alguna película.

Imdb: http://www.imdb.com/title/tt2063782/