sábado, 6 de marzo de 2010

Frecuencia de masas


La frecuencia con que un objeto vibra determina un movimiento del aire, cuyo cambio de presión es detectado por nuestro sentido del oído y decodificado en sonido. La frecuencia se mide en ciclos por segundo, o Hertz (Hz), en honor al físico alemán Heinrich Hertz. Un ciclo se describe como la unidad de este movimiento periódico en la unidad de tiempo, en el caso del sonido, el segundo.

Imaginemos la siguiente situación como si pudiéramos verla en cámara lenta: la cuerda de una guitarra, que se encuentra en perfecto reposo, es pulsada con el dedo. El efecto de pulsar la cuerda es en realidad el de estirarla: al soltarla, liberamos la energía acumulada, y vemos que intenta volver a su posición inicial, pero por efecto de la inercia se estira hacia el lado contrario. El ciclo se repite ahora en sentido contrario, y luego vuelve a empezar, pero perdiendo energía en cada ir y venir. Finalmente, la energía se acaba y la cuerda vuelve al reposo. Cada ir y venir de la cuerda de un extremo al otro es un ciclo. La cantidad de ciclos por segundo que describe la cuerda es la frecuencia. Todo el aire que rodea la cuerda (la mayoría del cual está en la caja de resonancia de la guitarra) llegó a nuestros oídos de manera perceptible. El cerebro y nuestro entrenamiento cultural hizo el resto: todos detectamos un sonido, muchos distinguimos que se trata de una guitarra, algunos la nota precisa.

Cabe mencionar que en esta experiencia intervienen otros elementos, como la amplitud, que sería la lejanía que alcanza la cuerda en cada ciclo, es decir, cuánto se aleja en cada ondular en relación a su centro de reposo. La amplitud se traduce directamente en el nivel sonoro percibido, aunque no altera la altura tonal: una cuerda pulsada con más energía, suena más fuerte, pero la nota musical percibida sigue siendo la misma.

Dejando aislado el concepto de amplitud, ya que no ha de intervenir en lo que se quiere analizar, tenemos que un cuerpo debe vibrar una determinada cantidad de ciclos por segundo con una amplitud suficiente para que el aire circundante excite mínimamente nuestro sentido del oído. Este número es, en los humanos, de 20 ciclos. Del mismo modo, nuestros oídos limitan por encima de los 20.000 ciclos las altas frecuencias. Los sonidos, yendo desde las frecuencias bajas a las altas, se representan en la vida cotidiana como graves y agudos. Los sonidos graves se propagan mejor en la distancia, los agudos se perciben sólo si nos apuntan de manea directa, y se extinguen más rápidamente; es por eso que en los recitales al aire libre, quienes viven a algunas calles de distancia sólo reciben los sonidos graves que a veces hasta hacen vibrar los vidrios de las casas.

Por encima o debajo de estos límites, la nada. Algunos animales captan sonidos más allá de estos límites. El oído del tigre percibe infrasonidos de hasta 6 Hz, y gracias a ello puede orientarse para captar movimientos muy débiles y mejorar su capacidad de cacería. El silbato que se utiliza llamar a para los perros de caza es de una frecuencia muy superior a los 20.000 ciclos, y gracias a esto no espanta a las aves, que como nosotros no pueden detectarlos, pero el can si, gracias a su altísima capacidad para percibir ultra frecuencias.

Lo que no existe en la naturaleza son los sonidos puros, sino que en realidad cada efecto sonoro está compuesto por un determinado conjunto de frecuencias. Una nota musical corresponde a una frecuencia determinada, pero de acuerdo a la naturaleza del instrumento que la ejecuta, una serie de frecuencias aledañas resuenan junto con la frecuencia principal. Estas frecuencias que la acompañan se llaman armónicos, y son los que definen lo que técnicamente se conoce como el timbre de un sonido. El timbre es lo que nos permite diferenciar un sonido de otro, aunque la frecuencia principal sea la misma. Cualquier persona con un nulo entrenamiento musical es capaz de diferenciar con los ojos cerrados el sonido de un violín del de una trompeta, aunque ejecuten la misma nota musical, y eso es gracias al timbre. La nota principal es idéntica, pero existe un complejo arsenal de armónicos que en cada caso se integran con ésta: en el caso del violín, el frotar del arco sobre la cuerda, la naturaleza de la madera del instrumento, la calidad del componente de la cuerda. En la trompeta interviene el soplo de aire del ejecutante, la cualidad de la aleación metálica del cuerpo, los elementos metálicos de los pistones, la temperatura del cuerpo, etcétera. El timbre, como vemos es fundamental en la detección del sonido, y está fuertemente atravesado por nuestro bagaje cultural: nuestro oído compara el sonido con nuestro archivo sonoro contenido en la memoria, y es capaz de identificar el instrumento, si es que alguna vez lo ha escuchado. De tratarse de un sonido nuevo, seremos como mínimo capaces de identificarlo dentro de una familia de instrumentos. En el peor de los casos, lo terminaremos asociándo a lo más parecido que alguna vez hayamos escuchado.

Las frecuencias que junto con la principal constituyen el timbre también deben estar dentro del rango audible para que podamos percibirlas, de lo contrario sólo escucharemos una parte del sonido global. Tendremos una idea recortada del sonido, que tal vez nos alcance para identificarlo, pero no estaremos recibiendo la información completa, ya que algunos bordes han sido cercenados. Si estos bordes que faltan son determinantes, no seremos capaces de identificar el sonido; si son accesorios, si. Es por eso que nuestro perro no siempre reacciona cuando otro de su especie ladra en un programa de televisión, pero cuando lo hace el del vecino, si. El diseño sonoro del aparato de tv está diseñado por y para humanos, y por lo tanto filtra las frecuencias que no percibimos, y dependiendo el caso, estas tal vez sean determinantes para que nuestra mascota se inmute o no por lo que pase en el receptor de tv.

Del mismo modo, cuando cantamos, articulamos con nuestra voz frecuencias principales y armónicos, y gracias a ellos (y a los cielos) somos capaces de diferenciar a un cantante de otro, por ejemplo. En particular, cuando pronunciamos una palabra, ya sea hablando o cantando, estamos combinando vocales y consonantes. Las vocales (y algunas pocas consonantes) tienden a ser sonidos que podemos ejecutar con cierta afinación. Las mayoría de las consonantes, en cambio, constituyen sonidos guturales, silbidos, implosivos o nasales, que sólo tienen sentido en términos lingüísticos cuando se los combinan con vocales, salvo que de una interjección o cualquier otra verbalización gestual se trate. Todos estos sonidos también impactan en un rango de frecuencias, y en el caso particular de las consonantes, son los responsables de la definición de la palabra.

En la palabra oída existen componentes de definición y potencia, más en el caso de una palabra o frase cantada, esto es, pronunciada con cierta articulación musical. Las vocales albergan la potencia, el volumen del vocablo; las consonantes son las responsables de la definición, la percepción precisa, la justeza. Nuestro lenguaje español, como muchos otros, carga con vicios de pronunciación, producto de localismos, inmigraciones, fusiones, modas y demás elementos. Con el correr de los años nos alejamos del ideal planteado por el idioma, y damos paso a nuestra particular construcción del lenguaje hablado, en muchos casos edificando una identidad propia o bien sirviendo a quienes nos han hecho creer que lo estamos haciendo por motus propio. Con el correr del tiempo nos adaptamos a la escucha, e incorporamos el formato sonoro como habitual, al punto tal que a veces no recordamos cómo era el sonido original. Prueba de ello dan quienes deciden trabajar en locución de medios de comunicación, y deben sortear distintos tipos de exámenes al respecto. Sin embargo, lo más difícil es comprender; el reconocimiento de voz a cargo de los sistemas informáticos llegó por fin, pero con varios años de demora en relación al alcance tecnológico alcanzado en otras áreas, y es que el tema del lenguaje es sumamente complejo de reducir a algoritmos comprensibles por las computadoras: no todos lo nacidos en un mismo país pronuncian la misma palabra de la misma manera.

Como sea, el lenguaje en términos de mensaje, funciona. El emisor y el receptor logran comunicarse, y eso es posible porque (en el caso que nos compete) aunque se suprimieron algunos sonidos, estos no resultaron fundamentales o determinantes para el lenguaje. Si en cambio la pronunciación excluye sonidos claves para el mensaje, seguramente estaremos ante el caso del perro y la tele, y precisaremos mejoras en algunos de los extremos del vínculo.

Un grupo de gente que canta junta funciona de manera particular; motivaciones aparte (artísticas, religiosas o deportivas), estas personas se expresan de manera técnicamente diferente. Un grupo coral que interpreta obras clásicas, divide las voces de sus integrantes de acuerdo a su registro, y del mismo modo que los distintos instrumentos de una orquesta, estas intervienen de acuerdo a una partitura determinada o a un criterio fijado por el director.

Distinta es la situación cuando las voces se unen con otro objetivo, como por ejemplo, cuando la maestra intenta que sus alumnos articulen coordinadamente cada una de las sílabas de un himno en un acto escolar. Allí predomina otra pulsión, que tal vez no contenga los elementos esenciales como para garantizar una pronunciación "perfecta" en términos técnicos, pero el gesto impuesto en la forma de expresar la frase los suple. Un emocionado plantel olímpico que canta el himno de su país frente a su bandera, posiblemente en un país extranjero y recordando a su gente allá a lo lejos, seguramente no pronuncie cada sílaba como sea debido. Un grupo de estudiantes que entona la marcha de su escuela, aquella de la que egresa luego de habitar por años, tampoco. Un canto de cumpleaños hecho por amigos o familiares, una ovación desde abajo de algún escenario; todos ellos son momentos en los que el mensaje enviado en un sentido porta componentes extra-clasificados, que están más allá de las frecuencias, la amplitud o el timbre.

Pero volviendo al componente técnico de la palabra, retomemos lo vinculado al espectro sonoro. La diferencia entre sonido y ruido radica en que los movimientos vibratorios del primero son regulares y periódicos, mientras que los del ruido no. Las vocales se producen como sonidos, mientras que las consonantes son clasificadas como ruidos, algunas con sonidos en los que intervienen las propias cuerdas vocales, y otras en las que se utilizan otros componentes del tracto vocal.

En términos de extensión, la voz humana se encuentra entre los 90 Hz de un bajo masculino y los 1050 Hz de una soprano femenina, aproximadamente. Estas frecuencias hacen referencia a las fundamentales, y son notas que podemos expresar con cualquier instrumento que abarque dicha extensión. Los elementos mas bien "ruidosos" que componen las consonantes, en cambio, se ubican en un rango diferente, fundamentalmente por sus armónicos, que se encuentra entre los 500 y 3500 Hz, y es allí dónde reside la inteligibilidad de la palabra. Cuando hablamos de cantar, de articular o modular la voz intentando crear una melodía, resulta ser en las vocales en dónde nos detenemos para sostener el sonido. Hacerlo sobre una consonantes sería difícil, o como menos vanguardista en términos musicales. Las vocales, por otra parte, conllevan la mayor cantidad de energía necesaria de la voz, y su componente principal se encuentra en las bajas frecuencias: atenuar dicho espectro a una voz implicaría restarle potencia, grosor, presencia. Por otra parte, y yendo más a la coloratura, la voz grave y gruesa se identifica con lo masculino, lo sensual, lo viril; también lo maligno o lo desconocido. La voz aguda representa lo virtuoso, el fenómeno que roza el límite, pero también se lo vincula culturalmente con lo molesto, lo punzante, tal vez más cercano al grito, en comparación con el susurro de una voz bien grave. Tal vez por eso el locutor del programa radial de la madrugada habla con voz suave y gruesa, y las voces más agudas y filosas están reservadas para la mañana y el mediodía.

Una tribuna de fútbol que alienta a su equipo hace algo más que cantar. Está desafiando a la parcialidad de enfrente, mostrando que puede llegar más lejos, que su canto tiene la potencia suficiente como para impulsar a su equipo a la victoria. Allí, las voces de las personas cantan con todas sus fuerzas, a costa muchas veces de quedar disfónicas una vez terminado el espectáculo. Y como la energía de nuestra voz es limitada, debemos dividir nuestras fuerzas de tan escaso recurso entre las poderosas vocales que harán tronar el firmamento y las sutiles consonantes que nos vestirán de gala en la cena de los dioses. Como de ganar se trata, pero que los del otro lado escuchen nuestra temeraria proclama, la decisión es claramente privilegiar la potencia en detrimento de definición: vamos, nadie va a notar la ausencia de algunas eses en un campo sonoro de batalla. Quien a la distancia escucha el cántico, o desde nuestras casas por la televisión, adivina, contextualiza, comprende la frase, en la que pegan fuertes cinco gladiadores, apoyados por un débil grupo de veinti tantos servidores logísticos. El mensaje llega, y viaja por el aire con la frecuencia de las masas.

Las canciones que se entonan en las canchas de fútbol constituyen en sí algún formato de plagio consentido. La música proviene de alguna melodía popular, conocida por el espectro social mayoritario que asiste, y la letra o bien se compone en el momento o forma parte del himnario del club. El sonido de las canchas se asemeja en parte al dial de la radio: algunas hinchadas sostienen hits que son verdaderos clásicos de clásicos, mientras que otras buscan promover cortes más periódicamente, haciendo gala de su creatividad y capacidad de canalización cultural. Pero en todos los casos es éxito, la pegada popular, se logra utilizando una melodía cuya autoría pertenece a algún músico o agrupación musical. Y se dice que para un músico que aspira ser acogido por el clamor de la gente, no hay mejor premio que una composición suya sea llevada a las gradas. Es la mejor difusión que existe, gratuita y masiva, verdadera carta de presentación de muchos artistas que muchas veces son desconocidos por los mismos intérpretes de la tribuna, y que en los propios recitales reciben el aliento prestado a la gesta deportiva.

Aunque este fenómeno se viene produciendo desde hace décadas, en algún momento el estudio del mercadeo musical llegó al extremo de generar producciones desde lo musical pensadas en el impacto posterior en las tribunas, es decir, se buscó el camino inverso del supuesto éxito. La gente coreaba en los recitales de rock canciones que bien podrían usarse en las tribunas, y los músicos desde el escenario alentaban a eso, acompañando la puesta en escena con banderas, camisetas y demás elementos del folklore futbolístico.

Un paso importante en el tendido de este puente entre el artista y la hinchada, haciendo pie intermedio en la gente, fue lograr el efecto vocal sonoro propio del conjunto. El cantante, solista o de una banda, que por definición maneja elementos inherentes al lenguaje musical, busca intencionadamente modificar su foniatría a los efectos de sonar como lo haría una multitud. En términos de lo que se ha expuesto anteriormente, realiza recortes puntuales sobre consonantes y exacerba la presión sobre las vocales de modo de imitar con la voz de uno lo que sería la voz de muchos; esto es poco menos que el sueño de cualquier conductor que se precie de tal.

En armonía musical se habla de consonancia y disonancia, un concepto que es sumamente subjetivo, sujeto fuertemente a pautas culturales. Cuando dos sonidos se suceden en simultáneo, dependiendo de la coincidencia de frecuencias de ambos, se puede establecer si son consonantes o disonantes aplicando las reglas de armonía tradicional; este concepto, repito, es sujeto de debate en términos culturales, y es lo que hace que las músicas que pertenecen a otras regiones del globo, distantes a la nuestra, nos suenen a veces tan ajenas. Pero en el caso de nuestra cultura occidental, cristiana y tonal, las consonancias se pueden lograr cuando un grupo coral articula correctamente una pieza musical, a fuerza de un entrenamiento disciplinado. Una hinchada, como es de suponer, deja de lado estos parámetros, y es por eso que en ese ámbito (como en muchos otros en los que intervienen más de una persona en pro de un objetivo aparentemente común) la consonancia es francamente difícil de lograr.

Sin embargo, un sujeto que canta solo no puede lograr disonancia. La voz es un instrumento monofónico, es decir, puede emitir un sólo sonido a la vez, con lo cual la disonancia es imposible. La única forma de acercar el sonido de una sola voz al sonido de muchas voces, es generar un artefacto sonoro que reproduzca aquel sonido que percibimos cuando escuchamos a la distancia a la multitud coreando a su equipo. Esto logra penetrar mejor en quienes ofician de verdaderos compositores de tablón, dando música en vez de letra al hit que ha de estrenarse el próximo fin de semana. Algunas bandas hasta introducen coros estratégicamente diseñados que hacen de sostén al cantante solista, con el objeto de identificar al escucha con el ámbito enfocado, casi a modo de maqueta. Los asistentes al concierto, por otra parte, comienzan a adoptar el movimiento típico de los asistentes a las canchas, moviendo la mano con el brazo en alto, y vocalizando en solitario con la boca bien abierta, forzando las vocales al extremo y mutilando de consonantes cada palabra. El efecto individual multiplicado por el conjunto es sumamente poderoso, y es posible que un grupo relativamente pequeño de gente suene como si fueran muchos más gracias a este decorativo artilugio.

1 comentario:

  1. Simplemente genial. Fluye el texto ante los ojos del lector. Gracias.

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