viernes, 16 de julio de 2010
La pecera
A Mia le gusta bailar rap. Se escapa de su casa, se mete de clandestina en un departamento vacío de su barrio de monoblocks, conecta los pequeños parlantes a su reproductor y se pone a ensayar. A ella le gustaría poder bailar como lo hacen los chicos estadounidenses que ella ve en los vídeos por internet. Allí en este sitio de la Inglaterra donde ella vive, si bien los pobres no son tan diferentes como los que aparecen en algunos de esos vídeos, ninguna realidad se parece a la de Ella.
Mia tiene 15 años, vive con su madre y su pequeña hermana. No aparece en la historia siquiera mencionado el padre de las criaturas. Vive con lo que tiene, roba lo que puede de su casa para cambiarlo por alguna botella de gaseosa que la refrescará mientras practica sus pasos de rap. Se la ve sufrir cuando ve que algún animal sufre, se pelea con una barra de chicas que bailan en la plaza, pero no el rap contestatario que ella milita, sino la danza sincronizada propia de los grupos de bellas que aparecen en MTV. Sonríe poco, y además de estar en una edad donde en general se la pasa mal, a ella le va mal de veras. Su madre no le transmite un buen ejemplo, está gran parte del tiempo bebiendo y organizando fiestas de tono subido en la casa. Allí aparece Connor, un novio de su madre que rápidamente se instala a convivir con las mujeres. Mia tendrá una relación particular con él, y se le abrirá una ventana que le mostrará un escenario que ella sabe que existe en el exterior, pero al que nunca tuvo acceso en carne propia.
La pecera es una película clásica de cine contemporáneo. Si existiera un manual de cómo hacer este cine, se diría que la directora inglesa Andrea Arnold lo siguió al pie de la letra. En este sentido, para quienes ya han transitado como espectadores los caminos de este género, sucede algo así como una especie de renovada sorpresa que uno reconoce como una sensación adquirida hace relativamente poco, y que no tiene nada de heredada de la cultura dominante. Un efecto de frescura que se disfruta como si verdaderamente fuera estrenado en uno, que no pasó previamente por el tamiz de los medios críticos; allí se significa el concepto frescura: quien la experimenta sin estar advertido por cualquier preconcepto, siente algo así como que la obra fue hecha exclusivamente para él, independientemente de que guste o no. En el caso de este trabajo, algunos senderos se aproximan demasiado al buen manual del cine contemporáneo. Y ahí puede haber un problema, porque si en verdad existiera ese manual, podría poner en peligro la perdurabilidad misma de esta forma de hacer cine.
Cuando terminé de ver La pecera (o antes), me resultó inevitable la referencia a Rosetta, de los hermanos Dardenne. Allí en los finales del siglo, cuando se realizó el excelente film de los belgas, había un pasado poco revisitado del cine contemporáneo; si para La pecera del 2009 mencioné la palabra frescura, para aquel de hace 10 años se debería pensar en fruta recién arrancada del árbol, quizás. Nos habían dado nuevos ojos, y los estábamos usando por primera vez, descubriendo formas, colores y siluetas que reconocíamos solamente por el derredor, porque su fisonomía y plástica eran completamente distintas a las conocidas. Uno estaría tentado a decir que de repetirse los modos de realización como los utilizados en La pecera, nos pasaría algo parecido a lo que sucede con la fruta que se consigue hoy en día en los supermercados: manipulada genéticamente, cosechada casi a punto y madurada en el camión mientras llega al expendio, la obtenemos llena de color y jugos, y con forma delineada y brillante, aunque algo insípida y desabrida. Aún así, hay elementos para saborear y disfrutar, como la actuación de la debutante Katie Jarvis, que se encarna en el cuerpo de esta complejísima Mia.
Imdb: http://www.imdb.com/title/tt1232776
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario