jueves, 28 de octubre de 2010

Sostenes



La muerte suele ser caprichosa con sus elecciones. Injusta, como menos. A la corrección temprana de que cualquier muerte es injusta, permítaseme mantener reservas. Nada más alejado de mí que la fe cristiana o el sentimiento evangélico, aunque me confieso sumamente sensible a la pasión de las multitudes por su devoción o creencia, sea cual fuera, y más aún cuando es expresada desde los motores más íntimos de la conciencia.

Cuando sucede la llamada vuelta de la democracia, el fin del oscuro período de dictadura militar, allá con la presidencia de Raúl Alfonsín, yo contaba con 18 años. Atravesaba el renacer del dialogo político en la más efervescente adolescencia, el colegio secundario era un ámbito de charla constante, por fin se podían hablar de un montón de cosas que yo no comprendía bien porqué estaban censuradas. Había buenas charlas con algunos profesores, Desde su adultez, muchos nos miraban con un dejo de ternura. Inclinaban la cabeza y amagaban una tibia sonrisa mientras les explicábamos los procedimientos necesarios para cambiar el mundo. Por una cuestión de meses no pude votar en aquella elección, sí en la próxima. Mi grupo de amigos estaba dividido. El boca-river futbolístico se había trasladado al campo político, y las dos grandes parcialidades se enfrentaban en cuanto lugar había. Centenares de frases hechas y discursos ajenos poblaban esas conversaciones. Yo, (como casi siempre) fastidié a las estadísticas con mi habitual tercera posición. La izquierda me sedujo desde el comienzo, la figura de El Che, el poder del pueblo, y toda esa intelectualidad fascinante. Un señor bastante amargo recuerdo que me dijo para ese entonces: “Y si, hay que tener el corazón muy duro a los veinte para no ser de izquierda, y la cabeza muy dura para seguir siéndolo a los cuarenta” ¡Los cuarenta, que sabía yo a los cuarenta! Yo seguí como pude con la mía, empecé a votar, participé activamente en marchas y charlas, fui a encuentros, milité como sentía que debía hacerlo.

Y a medida que pasaban los años y votaba, recordaba la mueca de sonrisa y el menear de la cabeza de mis profesores, allá en el secundario. Esa postura enternecida por la inocencia del planteo al principio, y ese esfuerzo por hacerme tomar conciencia que todas esos postulados que yo intentaba sostener no eran posibles. Se empezó a hablar de utopía, y decía que era imposible alcanzarla, pero después aparecío Serrat (un gran referente) y dijo que no importaba, que había que perseguirla igual, que en ese esfuerzo por alcanzarla era que se mejoraba la vida.

A pesar de contar con muchos amigos en el peronismo, no dejaba de resultarme ajena la idea. Algo de preconceptos paternos debía cargar, esa tendencia a la antítesis que sería claramente identificada por mí más tarde. Pero la idea resistía porque ese líder ya no estaba en este mundo. Me costaba distinguir cuánto del discurso le correspondía al retrato que pendía del fondo del escenario y cuánto al orador; cuanto de todo eso era sustentado por un líder ausente. Yo quería el sostén de un líder presente.

Cuando asumió Nestor Kirchner en 2003, recuerdo no haber sentido demasiada emoción, si algo de tranquilidad por las otras opciones que se barajaban. Recuerdo estar escuchando el discurso en el Congreso el día de la toma de mando. Estaban presente muchos presidentes, y entre ellos Fidel Castro. Esa era la única emoción reservara para ese día: verlo a Fidel confundido entre otros mandatarios, de traje civil, respondiendo sobriamente a los saludos que todos los presentes le hacían. Recuerdo que todos querían estar a su lado, no importaba ya la ideología, se trataba de estar cerca de ese pedazo de historia, el último hombre del siglo XX. Al otro día habló más de cuatro horas en el centro de la ciudad, convocando a multitudes. Yo seguía votando a la izquierda, ganaba un extraño patrocinado por el aparato de un partido que nos había llevado al desastre, y en Buenos Aires hablaba Fidel Castro. Una auténtica escena argentina

Pocos meses después, en setiembre de 2003, Kirchner habló en las Naciones Unidas, y también vi el discurso por televisión. Hubo una frase que me hizo levantar la mirada, una párrafo que no tenía cabida aparente en ese espacio: “Somos hijos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo”. Pareció fuerte. Recuerdo a varios presidentes haber recibido a las Madres y a las Abuelas, casi como con gesto necesario, ineludible; ninguno las había incluido en un discurso oficial en tamaño organismo y las había mostrado como parte de su herencia.

Cada uno fue construyendo su camino con los años. Algunos nos hemos hecho más conscientes de las factibilidades. Ahora, llegados y pasados los cuarenta, el corazón y la cabeza siguen tan duros como a los veinte, pero tal vez se han matizado algunos conceptos. Pero hubo hitos de la historia que no tomaron tanto tiempo como parece. Desde el primer al último disco de los Beatles hay menos de diez años. Desde el ascenso hasta el derrocamiento de Peron hay nueve años. Entre el ascenso político hasta la muerte de Eva Peron hay algo más de seis años. El proceso de cambio de paradigma que supuso la caída del muro llevó algo menos de un año. Y si un extranjero ajeno emocional y culturalmente hojea cualquier diario de la Argentina del 2001, y lo compara con cualquiera del 2010, no tardará en entender algunas cosas. Como que la preocupación de entonces era ver como recuperar el dinero capturado por los bancos a los ahorristas, y la preocupación de hoy, es ver cuánto será la participación a los trabajadores de las ganancias de las empresas.

Con matices y diferencias según quien lo vea, la Argentina cambió hacia un rumbo marcado por el signo de la región que la alberga, Suramérica, más parecida en sus colores y olores a lo que es en sus componentes. Se cuestionaron intereses que parecían intocables. Se repararon deudas sociales. Se construyó una mística, pero no una a la que somos tan afectos los argentinos. No una mística de tribuna que nos ha hecho chocar una y otra vez contra la pared, la mística pava de creernos el pueblo superado del cosmos. Porque el cimiento de esa mística es un ladrillo palpable, visible, delicioso y alcanzable por cada uno de nosotros: es la reparación de la dignidad. Es ese indignarse cada vez que algo no es como debería, en vez de entender que forma parte del funcionamiento lógico del recambio necesario.

Es juntarse con un par de amigos para ir a una fiesta patria y terminar siendo millones. Y ver esa croma genuina, tan diferente a las que aparecen en las publicidades de dentífricos y yogures, o a las que temen por lo que pueda depararles salir a la calle pasadas las siete. Es darse cuenta que se podían hacer algunas cosas, que no era tan difíciles como nos decían. La sonrisa tierna de mi profesor ya puede ir tornando en asombro, las cejas arriba, las comisuras hacia abajo, “mirá vós”, me estaría diciendo si hoy le contara las cosas que se pudieron hacer en seis años. Es para todos aquellos que piensan que los políticos son todos iguales, pero se someten respetuosos ante la imagen las madres y las abuelas de plaza de mayo: hubo alguien que las abrazó, que les devolvió alguito de lo que le quitaron, que nos hizo verlas sonreír.

Se muere Nestor Kirchner el día del censo nacional que toca hacerse cada diez años. El día de sumar. El día que, según algunos, hay que temer hasta del censista. Yo por suerte no tuve espacio del corazón libre para el miedo, hice pasar a la señorita que le tocó mi casa. Morochita, bonita, típico rostro del norte argentino, ahí al borde con Bolivia. No le tuvo miedo a mi perra ruidosa, como muchos otros, hasta le hizo un juego. Agredeció el vasito de agua. Hizo las hábiles preguntas diseñadas por sociólogos que se supone mesurarán el país. Frías preguntas, pensadas para la estadística, claro. “Bien, ya está”, dijo al final. Repasando la ficha con el lápiz, preguntó en voz alta “¿Falta poner algo más?”

Poné que estoy triste”, le dije.

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